“Yo no veo cine argentino”, se solía escuchar con frecuencia hasta hace poco. Algo está cambiando para que esta sentencia que estigmatizaba a nuestra cinematografía se esté convirtiendo cada vez más en un insensato prejuicio. Hoy, a pesar de la profunda crisis económica por la que atraviesa el país, el cine argentino vive uno de sus mejores momentos. Notable aumento en la cantidad y calidad de las películas, incremento del número de espectadores que ven cine nacional en Argentina y en el exterior, participación y obtención de premios en los principales festivales internacionales y reconocimiento de las más prestigiosas publicaciones especializadas como una de las cinematografías más ricas del momento. Aunque la mayoría de estas películas reciben una misma denominación al momento de salir a recorrer el mercado mundial: “Nuevo Cine Argentino”, no se trata de un grupo homogéneo. No se puede hablar de un movimiento encolumnado tras un manifiesto como en el Dogma ´95 danés o el Cine Liberación. Lo que sí hay que celebrar es el creciente protagonismo del PCI, Proyecto Cine Independiente, que aglutina a muchos de los nuevos directores y productores.
Hablar de Nuevo Cine Argentino despierta el rechazo de unos y otros. Los incluidos en dicha categoría, porque se mofan de las etiquetas; los excluidos, porque se sienten menospreciados. Sin embargo, más allá de un mero afán nominalista, nombrar la novedad es un paso necesario para comenzar a comprenderla, siempre que se haga desde la más generosa perspectiva que tenga en cuenta la multiplicidad de nutrientes que alimentan al término y la pluralidad de sentidos que despierta.
No obstante diferir en el modo de producción (desde las producciones independientes de bajo presupuesto hasta el cine más industrial), en la propuesta estética (se puede ver cámara en mano o fija, extensos planos secuencia o furiosos montajes) en el tema o en el género (desde el drama social de impronta documental a la ciencia ficción vernácula) las películas que configuran el Nuevo Cine Argentino (NCA) se identifican en su diversidad, mediante la honestidad de sus miradas, el cuidado formal de sus productos y la preocupación narrativa. Además, existen algunos rasgos distintivos, que se repiten en la mayoría de los nuevos realizadores: escriben sus propios guiones, provienen de escuelas de cine (según algunos datos en Argentina habría más estudiantes de cine que en toda la Comunidad Europea), construyen sus pequeñas historias desde las experiencias más cotidianas y sus proyectos se efectivizan gracias a un peculiar modo de producción asociativo, cimentado en la cooperación mutua.
Son como una respuesta inconsciente a un cine que no supo reflejar una época. Mientras el cine de los ochenta en tono solemne parecía aceptar con resignación la derrota que habría significado la sangrienta dictadura militar, el nuevo cine recuperó la alegría de saberse comprometido con la realidad social y la gratitud hacia una generación desaparecida-sacrificada. En este sentido, el caso de Garage Olimpo resulta emblemático. Muchas habían sido las películas que tematizaron el horror de la dictadura, pero ninguna había logrado tal grado de comprensión y comunión como la película de Marco Bechis.
Una época difícil
En los primeros años de la década de 1990, la cinematografía argentina se encontraba en franco declive. Luego de la primavera vivida en los primeros años del retorno a la democracia, todos los indicadores convergían hacia la desaparición de una industria que había experimentado su punto de ebullición muchas décadas atrás con directores como Soffici, Ferreyra, Torres Ríos, Amadori, Romero y Demare, cuando en los años ´30 y ´40 las películas argentinas inundaban los mercados latinoamericanos. De las 1800 salas que había en el país en 1970 se pasó a 280 en 1992. Ese mismo año, se produjo el menor número de estrenos nacionales de toda la historia del cine sonoro (9), mientras el divorcio entre los espectadores y el cine argentino se acentuaba. Si bien la mayoría de la producción local parecía detenida en el tiempo, con formas de representación obsoletas y discursos grandilocuentes que ahuyentaban al público, la crisis no era solamente estética sino que afectaba a la raíz misma del sistema cinematográfico. Los modos de producción, los circuitos de distribución y, especialmente, los espacios de exhibición habían sufrido profundas transformaciones como consecuencia de la revolución audiovisual que se desató a mediados de los años ´80, con la vertiginosa expansión del video doméstico y la televisión por cable. La obra cinematográfica ya no era ese producto que se consumía en el interior de una sala, su hábitat se había diversificado.
Concientes de esta situación, los distintos actores del sector pugnaron por modificar los instrumentos legales para se adaptaran a la nueva realidad. Fue así que, luego de intensas luchas y movilizaciones, surgió en 1994 una nueva Ley de Cine que modificó el régimen impositivo mediante el que se obtenía fondos para el sector, con la extensión del impuesto del 10 por ciento a las entradas de cine, al alquiler y venta de videos y la incorporación del 25 por ciento de lo recaudado por el ente regulador de la radiodifusión, COMFER. De esta manera, el rebautizado Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) cuadruplicó su Fondo de Fomento Cinematográfico, por lo que pasó a disponer de más de 50 millones para el otorgamiento de créditos blandos y subsidios para las películas argentinas.
Esta bonanza presupuestaria contribuyó en parte al resurgimiento del cine local, aunque los responsables de su administración, en especial durante el gobierno menemista, bajo la dirección de Mahárbiz al frente del Instituto, y su cohorte de mediocres directores, lejos de aprovechar estos fondos para trazar una política cinematográfica sólida, que apuntalara la incipiente renovación que ya se vislumbraba por esos años, despilfarró gran parte del dinero en dudosas operaciones, como el hinchado presupuesto del Festival de Mar del Plata y el otorgamiento de generosos subsidios a películas impresentables.
Debido al enquistamiento de la vieja guardia en los resortes principales de la industria cinematográfica, en especial en su organismo rector, gran parte de las causas del surgimiento del Nuevo Cine Argentino deben buscarse por fuera de la políticas del INCAA.
Las desventuras de un pionero
Muchos de los críticos locales suelen señalar, con justicia, a Martín Rejtman como uno de los principales mentores del NCA. El tratamiento que el Instituto de Cine le dio a su ópera prima Rapado (1992) es más que elocuente para graficar la situación antes descrita. A pesar de que el Instituto le había concedido un premio en 1990 por el guión de esta valiosa película, finalmente el comité de calificación del INCAA consideró a Rapado, estrenada en 1996, “sin interés”, por mostrar una juventud sin horizontes ni ideales, y por tanto no-Argentina, con lo se le negó el subsidio necesario para este tipo de obras, cuyo riesgo estético hace difícil su recuperación económica, mientras seguía subvencionando lo peor de un cine agonizante.
Debido al maltrato recibido, Rejtman decidió buscar financiación externa para su segunda película -ya había obtenido el apoyo de la Fundación Hubert Bals para el rodaje y la postproducción de su opera prima-, apoyado en el reconocimiento que había recibido con Rapado en el circuito de festivales internacionales. Así, en 1996 obtuvo el apoyo del Fonds Sud Cinéma del Ministerio de Cultura de Francia para la postproducción de Silvia Prieto. Finalmente, con el cambio de autoridades en el INCAA, también recibió apoyo del organismo, y consiguió estrenar su segundo largometraje en 1999, con el que recibió destacados elogios de la crítica local e internacional (Film Comment, Variety, Libération, The New York Times) y consolidó su figura en el escenario del NCA. Su tercera película, Los guantes mágicos, está lista para su estreno en nuestro país.
Como contracara de muchos realizadores que se sienten inertes si no cuentan con un presupuesto de por lo menos un millón de dólares, Martín Rejtman supo transformar las vicisitudes económicas en prodigios estéticos y narrativos. Este es uno de los rasgos principales presente en la mayoría de los nuevos cineastas. Pareciera ser que lo que los moviliza es un profundo deseo por filmar, para lo cual no importa si se lo hace en blanco y negro, en 16 mm, en video digital, con actores no profesionales, sin decorados y recurriendo al barrio como locación principal.
Como en el Neorrealismo, lo que nació como necesidad se transformó en su mayor virtud. Con sus personajes comunes y vulnerables, que viven situaciones trascendentalmente ordinarias, que hablan sin impostación, con más dudas que certezas y que circulan por nuestras mismas calles, este nuevo cine consiguió romper el manierismo y acartonamiento del cine argentino de los ochenta, con el que el público ya no se sentía identificado. Pero este reconocimiento del espectador con la obra exhibida trasciende las películas independientes de bajo presupuesto.
Un cine industrial de calidad
A las poderosas pequeñas películas de los jóvenes cineastas se han sumado en los últimos años un conjunto de productos de factura más industrial, desde el punto de vista del modo de producción, de muy buen nivel formal y narrativo. Plata quemada y Kamchatka (Marcelo Piñeyro), Nueve reinas (Fabián Bielinsky), El mismo amor, la misma lluvia y El hijo de la novia (Juan José Campanella), Historias Mínimas (Carlos Sorín), entre otras, consiguieron conjugar la calidad con lo masivo. Además del reconocimiento del público local y los premios en los festivales internacionales, algunas de estas películas alcanzaron recaudaciones en las plazas extranjeras impensables para una película argentina pocos años atrás.
El bajo presupuesto del que dispusieron muchos de los nuevos realizadores no significó falta de profesionalismo. El sorprendente cuidado formal de sus propuestas y el riesgo estético y narrativo del nuevo cine industrial contribuyeron a crear vasos comunicantes entre los distintos modos de producción, enriqueciendo el panorama del cine argentino. Mientras algunos, como Marcelo Piñeyro, se trasladan del éxito comercial con estéticas publicitarias (Tango Feroz) a la aventura del ensayo con los materiales fílmicos (Plata quemada), otros, como Daniel Burman, saltan de una intrincada visión onírica de Latinoamérica en clave Cinema Novo brasileño (Un crisantemo estalla en Cincoesquinas) a la búsqueda de un público “normal” con una comedia liviana (Todas las azafatas van al cielo). Con resultados más felices unos que otros, estas idas y venidas desdibujan, aún más, el difuso límite entre el cine industrial y el independiente.
No muchas pero más y mejores
El campo de la dirección de películas en Latinoamérica nunca fue generoso con las mujeres. Si bien siguen siendo minoría, en el NCA existe una mayor presencia femenina que la media histórica, destacándose las figuras de Ana Poliak (La fe del volcán), Mercedes García Guevara (Río escondido), Gabriela David (Taxi, un encuentro), Albertina Carri (No quiero volver a casa y Los rubios), Sandra Gugliotta (Un día de suerte), Celina Murga (Ana y los otros) y, especialmente, Lucrecia Martel, con su extraordinaria ópera prima, La ciénaga.
Lucrecia Martel, el eslabón perdido entre Leonardo Favio, el más genial de los directores argentinos, y la nueva generación de realizadores, ya había sorprendido y despertado grandes expectativas con la poderosa fuerza visual y narrativa de su cortometraje Rey muerto. Este trabajo integró un conjunto de diez cortos financiados por el Instituto de Cine, que se exhibieron comercialmente en 1995 bajo la denominación Historias Breves, con importante respuesta de público, un sorprendente nivel estético y una tendencia hacia un realismo más brutal y desasosegado. Muchos de los directores de Historias Breves llegarían a los largometrajes, consolidando el cambio: Martel, Daniel Burman, Sandra Gugliotta, Rodrigo Moreno, Israel Adrián Caetano y Bruno Stagnaro.
Precisamente el estreno comercial, en enero de 1998, de la ópera prima de Caetano-Stagnaro, Pizza, birra, faso significó uno de los hitos más reveladores de que algo nuevo se estaba gestando en la cinematografía local. La masiva respuesta de público (más de 100 mil entradas vendidas) resultaba inusual para este tipo de producciones. La cinematografía local ya nunca sería la misma: muchos más se atrevieron a perder el miedo a ser distinto, a ser auténtico.
Dicen que los períodos de bonanza para las cinematografías nacionales no suelen durar muchos años. Aunque algunos indicadores amenazan la consolidación del Nuevo Cine Argentino (repetición de estilos, excesiva dependencia con los festivales, pérdida de interés del público por las obras de mayor riesgo, guerra feroz de los dueños de las salas de cine contra toda obra extraña a Hollywood), el hecho de que muchos de los jóvenes referentes de esta generación estén realizando o ya hayan estrenado su segundo o tercer largometraje (Pablo Trapero, Adrián Caetano, Lucrecia Martel, Martín Rejtman) señala que, por suerte, todavía hay mucho por ver.
Hablar de Nuevo Cine Argentino despierta el rechazo de unos y otros. Los incluidos en dicha categoría, porque se mofan de las etiquetas; los excluidos, porque se sienten menospreciados. Sin embargo, más allá de un mero afán nominalista, nombrar la novedad es un paso necesario para comenzar a comprenderla, siempre que se haga desde la más generosa perspectiva que tenga en cuenta la multiplicidad de nutrientes que alimentan al término y la pluralidad de sentidos que despierta.
No obstante diferir en el modo de producción (desde las producciones independientes de bajo presupuesto hasta el cine más industrial), en la propuesta estética (se puede ver cámara en mano o fija, extensos planos secuencia o furiosos montajes) en el tema o en el género (desde el drama social de impronta documental a la ciencia ficción vernácula) las películas que configuran el Nuevo Cine Argentino (NCA) se identifican en su diversidad, mediante la honestidad de sus miradas, el cuidado formal de sus productos y la preocupación narrativa. Además, existen algunos rasgos distintivos, que se repiten en la mayoría de los nuevos realizadores: escriben sus propios guiones, provienen de escuelas de cine (según algunos datos en Argentina habría más estudiantes de cine que en toda la Comunidad Europea), construyen sus pequeñas historias desde las experiencias más cotidianas y sus proyectos se efectivizan gracias a un peculiar modo de producción asociativo, cimentado en la cooperación mutua.
Son como una respuesta inconsciente a un cine que no supo reflejar una época. Mientras el cine de los ochenta en tono solemne parecía aceptar con resignación la derrota que habría significado la sangrienta dictadura militar, el nuevo cine recuperó la alegría de saberse comprometido con la realidad social y la gratitud hacia una generación desaparecida-sacrificada. En este sentido, el caso de Garage Olimpo resulta emblemático. Muchas habían sido las películas que tematizaron el horror de la dictadura, pero ninguna había logrado tal grado de comprensión y comunión como la película de Marco Bechis.
Una época difícil
En los primeros años de la década de 1990, la cinematografía argentina se encontraba en franco declive. Luego de la primavera vivida en los primeros años del retorno a la democracia, todos los indicadores convergían hacia la desaparición de una industria que había experimentado su punto de ebullición muchas décadas atrás con directores como Soffici, Ferreyra, Torres Ríos, Amadori, Romero y Demare, cuando en los años ´30 y ´40 las películas argentinas inundaban los mercados latinoamericanos. De las 1800 salas que había en el país en 1970 se pasó a 280 en 1992. Ese mismo año, se produjo el menor número de estrenos nacionales de toda la historia del cine sonoro (9), mientras el divorcio entre los espectadores y el cine argentino se acentuaba. Si bien la mayoría de la producción local parecía detenida en el tiempo, con formas de representación obsoletas y discursos grandilocuentes que ahuyentaban al público, la crisis no era solamente estética sino que afectaba a la raíz misma del sistema cinematográfico. Los modos de producción, los circuitos de distribución y, especialmente, los espacios de exhibición habían sufrido profundas transformaciones como consecuencia de la revolución audiovisual que se desató a mediados de los años ´80, con la vertiginosa expansión del video doméstico y la televisión por cable. La obra cinematográfica ya no era ese producto que se consumía en el interior de una sala, su hábitat se había diversificado.
Concientes de esta situación, los distintos actores del sector pugnaron por modificar los instrumentos legales para se adaptaran a la nueva realidad. Fue así que, luego de intensas luchas y movilizaciones, surgió en 1994 una nueva Ley de Cine que modificó el régimen impositivo mediante el que se obtenía fondos para el sector, con la extensión del impuesto del 10 por ciento a las entradas de cine, al alquiler y venta de videos y la incorporación del 25 por ciento de lo recaudado por el ente regulador de la radiodifusión, COMFER. De esta manera, el rebautizado Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) cuadruplicó su Fondo de Fomento Cinematográfico, por lo que pasó a disponer de más de 50 millones para el otorgamiento de créditos blandos y subsidios para las películas argentinas.
Esta bonanza presupuestaria contribuyó en parte al resurgimiento del cine local, aunque los responsables de su administración, en especial durante el gobierno menemista, bajo la dirección de Mahárbiz al frente del Instituto, y su cohorte de mediocres directores, lejos de aprovechar estos fondos para trazar una política cinematográfica sólida, que apuntalara la incipiente renovación que ya se vislumbraba por esos años, despilfarró gran parte del dinero en dudosas operaciones, como el hinchado presupuesto del Festival de Mar del Plata y el otorgamiento de generosos subsidios a películas impresentables.
Debido al enquistamiento de la vieja guardia en los resortes principales de la industria cinematográfica, en especial en su organismo rector, gran parte de las causas del surgimiento del Nuevo Cine Argentino deben buscarse por fuera de la políticas del INCAA.
Las desventuras de un pionero
Muchos de los críticos locales suelen señalar, con justicia, a Martín Rejtman como uno de los principales mentores del NCA. El tratamiento que el Instituto de Cine le dio a su ópera prima Rapado (1992) es más que elocuente para graficar la situación antes descrita. A pesar de que el Instituto le había concedido un premio en 1990 por el guión de esta valiosa película, finalmente el comité de calificación del INCAA consideró a Rapado, estrenada en 1996, “sin interés”, por mostrar una juventud sin horizontes ni ideales, y por tanto no-Argentina, con lo se le negó el subsidio necesario para este tipo de obras, cuyo riesgo estético hace difícil su recuperación económica, mientras seguía subvencionando lo peor de un cine agonizante.
Debido al maltrato recibido, Rejtman decidió buscar financiación externa para su segunda película -ya había obtenido el apoyo de la Fundación Hubert Bals para el rodaje y la postproducción de su opera prima-, apoyado en el reconocimiento que había recibido con Rapado en el circuito de festivales internacionales. Así, en 1996 obtuvo el apoyo del Fonds Sud Cinéma del Ministerio de Cultura de Francia para la postproducción de Silvia Prieto. Finalmente, con el cambio de autoridades en el INCAA, también recibió apoyo del organismo, y consiguió estrenar su segundo largometraje en 1999, con el que recibió destacados elogios de la crítica local e internacional (Film Comment, Variety, Libération, The New York Times) y consolidó su figura en el escenario del NCA. Su tercera película, Los guantes mágicos, está lista para su estreno en nuestro país.
Como contracara de muchos realizadores que se sienten inertes si no cuentan con un presupuesto de por lo menos un millón de dólares, Martín Rejtman supo transformar las vicisitudes económicas en prodigios estéticos y narrativos. Este es uno de los rasgos principales presente en la mayoría de los nuevos cineastas. Pareciera ser que lo que los moviliza es un profundo deseo por filmar, para lo cual no importa si se lo hace en blanco y negro, en 16 mm, en video digital, con actores no profesionales, sin decorados y recurriendo al barrio como locación principal.
Como en el Neorrealismo, lo que nació como necesidad se transformó en su mayor virtud. Con sus personajes comunes y vulnerables, que viven situaciones trascendentalmente ordinarias, que hablan sin impostación, con más dudas que certezas y que circulan por nuestras mismas calles, este nuevo cine consiguió romper el manierismo y acartonamiento del cine argentino de los ochenta, con el que el público ya no se sentía identificado. Pero este reconocimiento del espectador con la obra exhibida trasciende las películas independientes de bajo presupuesto.
Un cine industrial de calidad
A las poderosas pequeñas películas de los jóvenes cineastas se han sumado en los últimos años un conjunto de productos de factura más industrial, desde el punto de vista del modo de producción, de muy buen nivel formal y narrativo. Plata quemada y Kamchatka (Marcelo Piñeyro), Nueve reinas (Fabián Bielinsky), El mismo amor, la misma lluvia y El hijo de la novia (Juan José Campanella), Historias Mínimas (Carlos Sorín), entre otras, consiguieron conjugar la calidad con lo masivo. Además del reconocimiento del público local y los premios en los festivales internacionales, algunas de estas películas alcanzaron recaudaciones en las plazas extranjeras impensables para una película argentina pocos años atrás.
El bajo presupuesto del que dispusieron muchos de los nuevos realizadores no significó falta de profesionalismo. El sorprendente cuidado formal de sus propuestas y el riesgo estético y narrativo del nuevo cine industrial contribuyeron a crear vasos comunicantes entre los distintos modos de producción, enriqueciendo el panorama del cine argentino. Mientras algunos, como Marcelo Piñeyro, se trasladan del éxito comercial con estéticas publicitarias (Tango Feroz) a la aventura del ensayo con los materiales fílmicos (Plata quemada), otros, como Daniel Burman, saltan de una intrincada visión onírica de Latinoamérica en clave Cinema Novo brasileño (Un crisantemo estalla en Cincoesquinas) a la búsqueda de un público “normal” con una comedia liviana (Todas las azafatas van al cielo). Con resultados más felices unos que otros, estas idas y venidas desdibujan, aún más, el difuso límite entre el cine industrial y el independiente.
No muchas pero más y mejores
El campo de la dirección de películas en Latinoamérica nunca fue generoso con las mujeres. Si bien siguen siendo minoría, en el NCA existe una mayor presencia femenina que la media histórica, destacándose las figuras de Ana Poliak (La fe del volcán), Mercedes García Guevara (Río escondido), Gabriela David (Taxi, un encuentro), Albertina Carri (No quiero volver a casa y Los rubios), Sandra Gugliotta (Un día de suerte), Celina Murga (Ana y los otros) y, especialmente, Lucrecia Martel, con su extraordinaria ópera prima, La ciénaga.
Lucrecia Martel, el eslabón perdido entre Leonardo Favio, el más genial de los directores argentinos, y la nueva generación de realizadores, ya había sorprendido y despertado grandes expectativas con la poderosa fuerza visual y narrativa de su cortometraje Rey muerto. Este trabajo integró un conjunto de diez cortos financiados por el Instituto de Cine, que se exhibieron comercialmente en 1995 bajo la denominación Historias Breves, con importante respuesta de público, un sorprendente nivel estético y una tendencia hacia un realismo más brutal y desasosegado. Muchos de los directores de Historias Breves llegarían a los largometrajes, consolidando el cambio: Martel, Daniel Burman, Sandra Gugliotta, Rodrigo Moreno, Israel Adrián Caetano y Bruno Stagnaro.
Precisamente el estreno comercial, en enero de 1998, de la ópera prima de Caetano-Stagnaro, Pizza, birra, faso significó uno de los hitos más reveladores de que algo nuevo se estaba gestando en la cinematografía local. La masiva respuesta de público (más de 100 mil entradas vendidas) resultaba inusual para este tipo de producciones. La cinematografía local ya nunca sería la misma: muchos más se atrevieron a perder el miedo a ser distinto, a ser auténtico.
Dicen que los períodos de bonanza para las cinematografías nacionales no suelen durar muchos años. Aunque algunos indicadores amenazan la consolidación del Nuevo Cine Argentino (repetición de estilos, excesiva dependencia con los festivales, pérdida de interés del público por las obras de mayor riesgo, guerra feroz de los dueños de las salas de cine contra toda obra extraña a Hollywood), el hecho de que muchos de los jóvenes referentes de esta generación estén realizando o ya hayan estrenado su segundo o tercer largometraje (Pablo Trapero, Adrián Caetano, Lucrecia Martel, Martín Rejtman) señala que, por suerte, todavía hay mucho por ver.
(Publicado en La Marea, revista cultural argentina, verano 2003/2004)
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