En la 49º Semana Internacional de Cine de Valladolid (octubre de 2004) se estrenó la opera prima de la española Mercedes Álvarez, El cielo gira. Inscripta dentro del movimiento renovador del documental de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, narra los últimos días de una pequeña aldea de los páramos altos de Soria, donde nació la realizadora. Este trabajo invita a reflexionar en torno a las fronteras entre ficción y realidad.
Los documentales ocupan un lugar secundario en el campo cinematográfico. A pesar de que el cine nació bajo este género con las primeras vistas de los hermanos Lumière, pronto, la mayoría de las producciones se volcarían a relatos espectaculares que favorecieran un entretenimiento entendido como generador de olvido. A través de Hollywood, como expresión máxima de la industria cultural de los medios masivos, se fomentó la realización de películas que ayudaran al público a abandonar en la puerta de los cines su penosa realidad. Eran tiempos de la Gran depresión; y la formula funcionó. La maquinaria capitalista había encontrado un poderoso aliado.
El olvidador de realidades se fue perfeccionando a lo largo del siglo XX hasta nuestros días, cuando la circulación de información-entretenimiento a altas velocidades imposibilita la contemplación reposada, aniquila la reflexión existencial y, por sobre todas las cosas, atenta contra el recuerdo. Sin embargo, la historia del cine está plagada de focos de resistencia, y el lenguaje cinematográfico, en constante transformación, se apoyó siempre en esos focos para dar un nuevo brinco.
La casi totalidad de los movimientos renovadores del cine se produjeron a- partir-de o junto-a cavilaciones en torno a la relación entre cine y realidad: de cómo se puede o se debe retratar, reflejar, recrear o mostrar el mundo de las cosas existentes, de la cualidad intrínseca del cinematógrafo para registrar la realidad. Desde el Neorrealismo italiano hasta el cine iraní reciente, pasando por el Free Cinema inglés, la Nouvelle Vague y el Nuevo Cine Latinoamericano, las nuevas formaciones persistentemente resolvieron estas cavilaciones relajando las rígidas fronteras entre el documental y la ficción.
Pero las tenazas de la industria siempre se vuelven a cerrar. Sino hoy no se presentaría como novedad el temblor de una cámara, la ausencia de luz artificial o la presencia de un actor no profesional, en una película de ficción.
Del mismo modo, dentro del documentalismo, siguen teniendo vigencia los debates en torno a la puesta en escena, el rol del narrador o la participación del documentalista en aquello que quiere registrar. Con llamativas posturas en favor de la función objetiva del documental, cuando desde un comienzo, con la primera película de Louis Lumière, La salida de la fábrica, dicha postura queda en entredicho ante la existencia de más de una toma para registrar el cierre de la puerta del establecimiento.
Luego vinieron Dziga Vertov, Walther Ruttman, Robert Flaherty, John Grierson, Joris Ivens, Chris Marker y tantos otros, quienes ensancharon el universo del documental. En los últimos años, con las nuevas tecnologías del digital y el florecimiento de las escuelas de cine, una nueva corriente renovadora va ganando terreno, y no son pocos los que ven en este proceso la mayor fuente de transformación del lenguaje cinematográficos de nuestros días.
En España, en la últimas décadas florecieron los documentales didácticos al estilo BBC, producidos generalmente por y para la televisión, cuya principal razón de ser es desarrollar monográficamente un tema, con muchos entrevistados hablando a cámara, datos estadísticos y una voz en off de un narrador omnisciente, que con su prolija voz de locutor guía al espectador por un sendero cierto y preciso, imposible de desbordar, hacia un final claro y unívoco. Frente a este tipo de documental, surgieron otros completamente distintos, que le devuelven la voz a los protagonistas de la Historia, con un riguroso trabajo con los materiales cinematográficos, que no le tienen miedo a la subjetividad de la mirada, abiertos y honestos.
La movida del Pompeu Fabra
En la ciudad de Barcelona, cobijados por la Universidad Pompeu Fabra, a través de su Master en Documental de Creación, se vienen produciendo una serie de largometrajes de impronta documental, que representan el aporte más enriquecedor de este género. Monos como Becky (1999) de Joaquim Jordá y En construcción (2001) de José Luis Guerín, dos de los primeros trabajos de este grupo, irrumpieron en el escenario cinematográfico provocando sorpresa por su arriesgada propuesta estética y narrativa y por la alta calidad de su resultado.
La Pompeu Fabra es una universidad pública catalana creada en junio de 1990, donde actualmente estudian siete mil alumnos en las más diversas especialidades. En 1998 se creó el Master en Documental de Creación con el objetivo de formar realizadores y productores. Es un curso de alto nivel de formación que procura recuperar la vieja práctica de los talleres de oficios, en donde los profesores comparten sus saberes con los estudiantes, mediante un trabajo colectivo. Al finalizar los dos años de curso, cada participante del master, además de cursar las materias teóricas, con especialistas del sector como Jean-Louis Comolli, Basilio Martín Patino, Patricio Guzmán y los mencionados Jordá y Guerín, habrá colaborado en alguna de las tareas que implica la realización de un documental y habrá desarrollado un proyecto propio, algunos de los cuales llegarán finalmente a producirse si consiguen la financiación necesaria, ya que la universidad no asume el rol de productor sino que de acuerdo a la evaluación del proyecto vincula al alumno con productores con los que tiene contacto, como las instituciones de cine españolas y europeas y los canales de televisión especializados.
Recientemente, el instituto de cine argentino y la Consejería Cultural de España organizaron en Buenos Aires un encuentro donde se exhibieron algunos de los trabajos producidos en el marco de este master con la participación de su director, Jordi Balló y el realizador Joaquim Jordá. Los ejes de discusión de esas jornadas giraron en torno a la frontera entre realidad y ficción, el trabajo de puesta en escena, la invisibilidad de la cámara y la creación de escenas dentro del documental.
El concepto de documental de creación implica más que una definición teórica una toma de postura frente al género canónico. Cuenta Balló que al crearse el master se dieron cuenta que además de impartir conocimientos teóricos debían construir películas ya que el género que proponían, documental de creación, no existía. “Son las obras las que cristalizan el pensamiento”, señala Balló, para quien Monos como Becky, abrió puertas de libertad. Luego de la película de Jordá, otros realizadores españoles se animaron a no temerle a la hibridación ficción-realidad.
Frutos
En la sección Tiempo de Historia de la última Semana Internacional de Cine de Valladolid se estrenó la opera prima de Mercedes Álvarez, El cielo gira, una fértil prolongación de este camino.
Estudiante de la primera camada del master, Álvarez llevaba varios años reuniendo material sobre su pueblo natal, una aldea de los páramos altos de Soria, que viene despoblándose invariablemente hasta llegar a tener hoy apenas catorce habitantes, todos ancianos. Luego de pasar por la Universidad Pompeu Fabra y de realizar el montaje de En construcción, tras un arduo trabajo de más de un año, su ansiado proyecto personal alcanzó su forma definitiva en 2001.
A partir de la gran repercusión de crítica y público de la película de Guerín y con una elogiosa carta de presentación de Víctor Erice, Mercedes Álvarez obtuvo el financiamiento necesario para realizar un documental que contara cómo vive un pueblo que ha llegado a su última generación. El rodaje comenzó en octubre de 2002 y durante ocho meses un equipo que fue variando entre 3 y 7 personas se emplazó en la pequeña aldea y convivió con sus pobladores. Cuenta la realizadora que “no se trataba de una puesta en escena, al modo de Flaherty, ni de capturar la vida de improviso, según la práctica de Vertov –esto último, en un espacio donde era imposible pasar desapercibidos, hubiera sido impracticable-. Se trataba, más bien, de una puesta en situación, donde algo no se reproduce sino que se produce, había una intervención, y ese algo no habría existido sin el dispositivo fílmico”.
Y el resultado es un documental fascinante, relatado por mágicos personajes reales y por la voz dulce y respetuosa de la realizadora, que no esconde su mirada subjetiva, sus vivencias personales, pero que, gracias a un calculado ritmo, una fotografía y un montaje que favorece la contemplación de la mirada y un sonido prodigioso, va comprometiendo al espectador en una historia que pronto deja de ser ajena.
Como en En construcción, la cámara de Álvarez se disuelve entre los vecinos, quienes aparecen registrados con pasmosa naturalidad en sus quehaceres cotidianos, dando rienda suelta a unas reflexiones filosóficas de a pie, sobre el sentido de la vida y de la muerte, reflexiones nunca graves ni solemnes, sino como las que pueden fluir de una conversación entre dos vecinos que se conocen de añares, mientras atraviesan el campo por un sendero, desmalezan el cementerio o hablan, cerco de por medio, sobre los eclipses de luna.
Géneros híbridos
Como se viene señalando, la utilización de recursos propios de los relatos de ficción en un documental no debería verse como una novedad sino como una actualización de una transgresión frente a un tabú. Llevar a buen puerto esta hibridación requiere un reconocimiento de experiencias anteriores y un compromiso con la actualidad del género en su contexto. Cuando uno ve El cielo gira, percibe la presencia de los maestros que transitaron este sendero, no como copia ni como homenaje, sino como una sabia reutilización de un recurso, cuyo sentido no hay que ir a buscarlo a otros relatos sino que emana de la propia narración.
Hay una escena donde se ve a una pareja de ancianos hablando al pie de la chimenea de su casa, que si se tomara en forma aislada a la película uno podría pensar que se trata de un fragmento de un film de ficción. La puesta de cámaras, la iluminación y el montaje invitan a esta lectura. Lo mismo podría decirse de muchas escenas de El sol de membrillo, de Víctor Erice.
Algo similar puede verse a partir del inteligente aprovechamiento de los nuevos dispositivos tecnológicos, como el video digital, que por su pequeñez y familiaridad, provoca una menor intimidación de la persona registrada, con la consiguiente naturalidad de su habla y sus movimientos, o como sucede con la calidad del sonido directo, que ubica a la voz clara y fecunda de los personajes en primer plano, aunque sus figuras se pierdan en la inmensidad de un plano general. Lecciones que parece haber aprendido muy bien luego de su experiencia con José Luis Guerín.
A diferencia de Erice, a quien Álvarez reconoce como un referente necesario, en El cielo gira, la voz de la directora profundiza la subjetividad de la mirada, mientras que en El sol de membrillo, Erice prescinde de voz en off buscando un registro más imparcial, aunque intimista. Intimidad que comparte Mercedes Álvarez, además de compartir una confianza estremecedora por el poder de las imágenes. Casi sin movimientos de cámara, los planos parecen durar el tiempo necesario para que la fijación de la mirada nos transporte dentro y fuera de la película y nos arranque profundas sensaciones sin caer nunca en el tedio.
Esculpir en el tiempo
El cielo gira es una película sobre el tiempo. Quizás el mayor desafío era atrapar ese instante de transición, ese momento que todavía guarda vestigios de los que fue y presenta síntomas de lo que será. Para contar cómo un pueblo se queda sin habitantes, un documental tradicional nos inundaría de estadísticas, pondría a sus pobladores frente a la cámara para que nos contaran sus padecimientos, se desviviría por tratar de encontrar las causas. En El cielo gira todo es más relajado y honesto; pertenece a ese conjunto de películas que se muestran desnudas frente a la vida.
Para dar cuenta del tiempo, Álvarez se vale de los más diversos recursos: fundidos encadenados, fotografías en blanco y negro, relatos orales, refuerzo de la voz en off, ejemplos paradigmáticos, como la magistral secuencia de la muerte del olmo pero, por sobre todas las cosas, Mercedes Álvarez construye una estructura narrativa, frecuente en los buenos relatos de ficción, en donde los hechos están organizados de manera especular. Es decir, el sentido de lo que vemos se construye en relación con lo que vimos antes y anticipará lo que vendrá.
A través de este juego de espejos, nos transportamos desde la época de los dinosaurios a las modernas escavadoras, de los castros celtíberos a los hoteles cinco estrellas, de la dictadura de Franco a la invasión a Irak, de las ruinas romanas a los modernos molinos de viento, de la tragedia de la Guerra Civil Española a la comedia de la campaña electoral actual.
Hay otro recurso muy importante que introduce la directora, que conllevaba mucho riesgo pero que contribuye decisivamente a dar cuenta del paso del tiempo: la presencia del pintor Pello Azketa.
Durante los años 70, Pello Azketa formó parte de una fructífera generación de pintores de vanguardia que dio en llamarse Escuela de Pamplona. Azketa persiguió siempre un hiperrealismo aplicado al paisaje urbano y a los objetos humildes de la vida cotidiana, con una técnica acabada y una poesía extraña y verdadera. Debido a una enfermedad ocular el pintor comenzó a perder la vista, hasta quedar casi ciego. Con un resto de visión y una gran memoria visual y pictórica, Azketa volvió a pintar. De esta manera, el pueblo y el pintor tienen algo en común: “las cosas han comenzado a desaparecer delante de ellos”, dice Álvarez.
La presencia de Pello Azketa se entrelaza perfectamente en el film, a través de su visita al pueblo y una riquísima conversación con uno de sus pobladores, quien le “muestra” los colores del paisaje que rodea al pueblo y que finalmente pintará Azketa. Ante la ausencia del sol, los colores están apagados; “ya amanecerá” dice con naturalidad el pintor. Lo que nos puede remitir a la aurora de la filósofa española María Zambrano y su razón poética, donde se cruzan elementos aparentemente irreductibles, una zona intermedia, como la que persigue la directora.
En la cancha se ven los pingos
Así dice un dicho popular del Río de la Plata, en referencia al desempeño de los caballos en el hipódromo. Es que por más que uno maneje una cuantiosa teoría, a la hora de practicar esos saberes muchos tropiezan con sus limitaciones. No es el caso de Mercedes Álvarez para quien la distancia entre teoría y práctica parece no existir. Mucha teoría habrá aprendido en su paso por el Master en Documental de Creación de la Universidad Pompeu Fabra, como lo demuestra un artículo suyo a propósito de una retrospectiva sobre la obra de Chris Marker que se realizó en el festival de cine de Navarra en el 2000. Muchos conocimientos prácticos habrá asimilado en su experiencia como montajista de En construcción.
Sin embargo, El cielo gira es mucho más que eso. Es la constatación de que posee un extraordinario talento, enriquecido por un laborioso trabajo, una confianza en su mirada y un reconocimiento de sus filiaciones. Es la obra de quien aprendió cuáles son las herramientas disponibles, cómo funcionan, qué efectos producen y las utiliza sin cortapisas.
Cuando presentó su película en el festival de Valladolid, Mercedes Álvarez explicó que frente al documental que relaciona texto e imagen de un modo canonizado, ella prefiere “otro tipo de documental, de autor, si es que hay algo que pueda llamarse así, que ha tratado siempre de ensanchar y restituir el poder de la mirada poniéndola a salvo de toda convención. A ese otro tipo de documental no le asustará poner en juego la subjetividad, no tratará de esconder el punto de vista; se servirá, si es preciso, del diálogo con lo ficticio, lo hipotético o lo imaginativo; empleará a veces el discurso oblicuo o el comentario, pero sin prisas por establecer tesis o llegar a conclusiones; y, sobre todo, el autor no sólo ofrecerá su mirada, sino que dejará vestigios de su impotencia, tratando de recomponer la realidad con la ayuda de la mirada del espectador. Todo ello sin sustraerse por un momento al imperativo de todo documental: dar noticia de lo que existe antes, al margen y más allá, de la cámara, de aquello que no tiene un origen ni un destino cinematográficos”.
(Publicado en Kinetoscopio, revista colombiana de cine, en marzo de 2005)
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